Siguiendo los puntos de las estrellas
Yo no era una adolescente común. Iba del colegio a la casa y de la casa al colegio. Con mis amigas me reunía a estudiar. Si acaso a comer. Mi papá me llevaba y me recogía.
Una noche cualquiera, un par de adolescentes del barrio decidieron apostar. Yo era el conejillo de Indias. Apostaron a sacarme de la casa, y quizás conquistarme. Uno probaría primero, y el otro después.
No hubo oportunidad para el segundo. El primero fue astuto. Empezó por ganarse a mi padre. Y les diré que esa es tarea difícil. Realmente. Averigüó que le gustaba la astronomía, y la estudió, o... ya se la sabía. El asunto es que llegaba por las noches a conversar sobre estrellas con mi padre mientras yo curioseaba por la ventana. Luego se atrevió a preguntarle si yo podía salir a hablar con él, y sí, señores y señoras, aceptó.
Así empezó a hablarme a mi de las estrellas. Y desde entonces sé muy bien dónde queda la constelación de Orión. Me daba sus poemas y estuvo presente en mi graduación del colegio. Mis compañeras no podían creer de dónde me había sacado un amigo tan guapo...
Al final del curso viajé con mi madre a Bolivia. Así es que nos dejamos de ver por cinco meses. Pero yo me llevé conmigo sus poemas, y el recuerdo de sus ojos verdes.
Al cabo de mi viaje, no ingresé a la Universidad inmediatamente, así es que me metí a un curso de mecanografía. Él pasaba por mi a la salida, y caminábamos desde San José centro hasta la California. Un día me cansé y planeé una estrategia. Le conté que en la pastoral juvenil le gustaba a varios chicos que no me interesaban, que a mi me gustaba sólo uno. Acto seguido abrí mi espejito y se lo mostré. El muy bruto no entendió: tuve que explicarle. Me dio un beso rápido y tímido, y nuestro autobús apareció.
Así es como mi primer beso fue en la parte trasera de un autobús, tratando de entender el lenguaje de dos lenguas con sabor a chicle de melocotón,enredándose entre sí.
Desde entonces venía al portón de mi casa, y todo lo que hacíamos era besarnos, mientras él intentaba rozarme los pechos con sus dedos ásperos. Arriba, en el cielo, nos espiaban las siete cabritas.
Llegó mi día de entrar a la Universidad, y aquel Universo nuevo de compañeros, pretiles, bares alrededor, clases y profesores tan diferentes a las monjas lívidas del colegio. Me quedó corto mi noviecito que no terminaba el bachillerato. Le terminé en uno de los parques de la U, mi favorito, en el que me ocultaría luego en todos sus rincones, como tantas parejas universitarias.
Los años pasaron, y se enfrentó a la ardua tarea de ser padre, no una sino dos veces y con diferentes mujeres. Tuvo la fortuna de encontrar por fin una buena mujer y se casó hace unos tres años casi. Entonces extendí mis alas de Isis y bailé en la fiesta de su boda. Libre como el viento...
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