Con sabor garífuna
Aunque el Nuevo Tauritos era un bar con poca iluminación, pude ver sus ojos oscuros en medio de la gente.
Yo estaba con un par de amigas. Una de ellas era mi compañera de apartamento. Pero a ella le ganó la noche y se fue a acostar. Para su amiga y yo la noche apenas empezaba. A ella se le antojó más el sabor santiagueño del otro pelado, y acto seguido nos dispusimos a la caza.
No recuerdo detalles, pero sí recuerdo que los besos se antojaron de caminar bajo la noche y los cuatro hicimos el recorrido desde San Pedro hasta Curridabat. Luego nos despedimos. Y el idilio tuvo fin por ambas partes. En mi caso, me atraparon un par de ojos verdes cuya historia ya habrán leído...
Los meses pasaron, y por cosas del destino, nos volvimos a encontrar. Esta vez le aposté a su piel morena y a la música que producía con su son. La pasamos bien. Yo tomaba tres autobuses para llegar hasta su casa y sumergirme en la cueva de tres hombres que más que hombres eran artistas. Cada habitación era un universo de colores, pinturas y arañas. Él hacía de la cocina su propia obra de arte. He sido tan afortunada con los hombres que cocinan bien que ya se convirtió en un requisito.
Hay una imagen absurda que habita en los recuerdos que tengo con este garífuna, y fue una vez que, recién empezando a salir, me invitó a una fiesta en su casa. En una que va y otra que viene, me lo encontré de frente coqueteando con una nena. Ardí en rabia. Le dije: me quiero ir. Lo peor es que estaba muy lejos de mi casa y que no tenía dinero suficiente para tomar mi bolso y largarme. Lo llamé aparte y caminamos hacia un lote vacío cerca de su casa. Su perro nos siguió meneando la cola. Yo le di una cachetada con la palma bien abierta, y el cayó en cámara lenta en medio del montazal, donde su perro lo atajó lamiéndolo en la cara. Pero ni ensayándolo nos hubiera salido mejor.
Él no era feliz en Costa Rica. Yo venía saliendo de una depre y no estaba para entrar de nuevo en nostalgias ni en melancolías, así que le di fin a cuatro meses en los que bailé al ritmo de ese son.
Ahora es padre, y de dos hijos. Vive en su país y creo que es feliz, aunque la melancolía de sus ojos es parte de su propio paisaje. Es uno de los amigos de la Vida que tengo, y con quien puedo compartir un café mojado de conversación cada vez que viene a Tiquicia.
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