Ojos que no quieren ver



Acostumbraba ir a ver Los Simpsons a la que sería su habitación.

- Mmm... lindo niño- pensé. Y en una de las tantas fiestas en Tamarindo, lo besé. A la segunda me preguntó si podía besarme. Y me aseguré de enseñarle que es mejor pedir perdón que pedir permiso.

Si en alguna ocasión puse en práctica aquello de que "un clavo saca otro clavo", fue en esta. Aún malenamorada, decidí que iba a ser una novia buena y que todo saldría bien. No más llantos, no más dramas, no más escenas en el bar del pueblo ni en ninguna otra parte. Aquel no tardó en enterarse ni de marcar su territorio, restregándome una nueva chica delante de mis narices. Pero yo ya estaba en otras.

El niño era un dulce conmigo, eso no se le puede negar. Claro, mientras estaba despierto, porque una vez que regresaba del trabajo, dormía a pierna suelta. Yo dejé de ir a la playa. Y cuando fuimos me preguntó: ¿por qué nunca me trajiste?. A lo que le contesté con una sonrisa sarcástica: porque siempre estabas dormido. Como todos, tenía sus defectos, pero nunca me ocultó sus negocios oscuros. Un día vi aparecer en su habitación un televisor enorme, con el que él, mi cuñado y su otro compañero de habitación jugaban play station. Me contó sus aventuras en Limón, y cómo había entrado en el negocio...

Hay un detalle que no he contado aún, y es que cuando lo miraba a los ojos, uno de ellos cambiaba de dirección cuando le apetecía. Sus padres lo habían llevado a operar a Cuba, pero no logró recuperarse al cien por ciento.

Sus padres... Buenas personas. Su madre era profesora universitaria y su padre pastor. Al parecer se llevaron una buena impresión de mi. Y yo de ellos. Me encantaba la colección de libros y cuadros que conocí cuando fui a la casa de su padre en... San José. Era interesante ver cómo tanto él como su hermano eran tan diferentes a sus padres: dos adultos que fueron jóvenes universitarios emprendedores... Ellos se habían separado luego de que su hijo descubrió a su madre con otro hombre.

Cuando lo llevé donde una amiga en San Pedro, me dijo: pero si es un chata. Yo me reí. No me importaba escuchar con él a Sean Paul o a Tego Calderón, ni que sus pantalones fueran tres veces más grandes que él (¿dije tres?, seis quizás), lo que me importaba era lo que había dentro... ¡de su corazón, claro está!

Llegó el momento en el que yo ya no podía permanecer ni un minuto más en el hotel, y decidí renunciar, aunque él no quería que lo hiciera. Alquiló una casa de madera en el pueblo más cercano y llamó a sus compas para que pasaran una semana en la playa. Él quería que nos quedáramos a vivir ahí. Yo la mantengo - me dijo.

Yo me horroricé. No estaba para jugar de casita con un niño. A pesar de que vi sus lágrimas correr bajo el agua de la ducha, aproveché la primera oportunidad que tuve para regresar a San José. Me inscribí en un seminario de radio, y gracias a éste conseguí mi trabajo, pero esa es otra historia.

Al poco tiempo él se jaló una torta y lo despidieron. Casi que podría asegurar que fue al propio. Seguimos viéndonos. Yo hacía un viaje de unas dos horas para llegar a un lugar donde estaba segura que habitaban los duendes. Por supuesto me quedaba a dormir, abrazada a su cuerpo tibio. Por las mañanas íbamos de excursión al río que había cerca de su casa, y regresábamos para preparar fajitas de pollo con cebolla y chile dulce.

Todo iba bien, hasta que vio unas fotos que le causaron intriga, con un amigo mío al que yo le gustaba... Lo de su madre aún no lo había superado, y no lo aceptaría en su vida... jamás. Lo vi un mes después que fui a dejar a mis padres al aeropuerto. Y desde entonces... nunca más. Aún no me explico cómo en un país tan pequeño sea posible que no nos hayamos vuelto a topar, ni por casualidad.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Aguacero

La Chaskañawi

Destello