Historia de un ermitaño

Vivía en la bodega de la casa. Dormía de día y pasaba despierto toda la noche, bajando películas de cine alternativo y música experimental y leyendo a Nietzche.

No tenía muchos amigos, no le interesaba socializar, de vez en cuando tenía conversaciones filosóficas con las cucarachas, y discusiones con sus familiares, que vivían en el piso de arriba. Se sentía vivo cuando miraba la Luna y cuando arreglaba el jardín de la abuela. Eso sí, con la tierra tenía una conexión que en ese momento no tenía ni siquiera consigo mismo.

Y por esos azares del destino, le cedieron un terreno en la montaña, con una cabaña que se estaba cayendo por la falta de uso. Y de ella hizo su refugio, y tras meses de abrirse paso en medio de la montaña, las lluvias y las malas hierbas, lo hizo su hogar. Y hasta lo bautizó con un nombre: Zorratepec, porque él es como un zorro: igual de astuto. Pero no como cualquier zorro, sino de los que saben domesticar...

Tanto verde alrededor le fue abriendo poco a poco el corazón, y entonces su poesía empezó a adquirir tonos turquesa y azules y empezó a pintar con colores más vivos. Creo que dejó de odiar a la gente, aunque somos pocos los que visitamos Zorratepec con frecuencia, pero definitivamente muchas cosas cambiaron por dentro de esa melena enmarañada. Y es que no es difícil inspirarse en un lugar donde el Sol se cuela entre las hojas, el cielo adquiere un tono marrón por las noches y se ven todas las estrellas. Al amanecer se ven colibríes y mariposas multicolores, y toda semilla que cae al suelo da frutos.

Allí voy cada vez que necesito respirar aire puro y oxigenarme un poco la cabeza. Y es entonces ante todas esas verdades que crecen entre los árboles, que mis libros de autoayuda, la depilación láser, las ganas de perder peso, el ser o no ser, el qué hago y quién soy a mis 32 se van por donde vinieron. Creo que debería ir más a menudo...

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