Totora
En un pequeño pueblo llamado Totora, creció una niña llamada Alcira. Era un pueblo campesino, pero educado. Su padre, un rico venido a menos, por malas decisiones financieras, se alejó de su hermano, e hizo su Vida con su esposa e hijos.
Había en ese pueblo, pianos en algunas de las casas. Puedo imaginar los dedos de la pequeña Alcira, acariciando las teclas del piano, con la suavidad del Sol cochabambino a través de la ventana de la sala de su casa. Puedo imaginarla corriendo por el campo, recogiendo flores para hacer ramos. Puedo verla jugando con su muñeca de porcelana, y a sus hermanas arrebatándosela. Puedo ver sus hermosos ojos grises llorosos, y puedo verlos también llenos de alegría cuando su padre llegaba a casa al final del día, o cuando su madre preparaba masitas para el té de la tarde.
Así creció la Alcira, hasta que llegaron los tiempos de escuchar música en la rocola vieja, hasta que sus hermanas esperaban ansiosas los domingos para ver los muchachos a la salida de la misa. Ella no. Distraída la tomó mi abuelo por sorpresa, un día que recogía flores en el jardín. Se miraron, como cuando se miran las almas gemelas que se reconocen. Sólo alguien que ha visto la mirada profunda de unos ojos negros, sabe lo que pudo haber sentido la Alcira al dejar caer las flores en el suelo. Ni lento ni perezoso, el Hugo se apresuró a recogerlas. El instante en que se tomaron de las manos, con las flores de por medio, debió haber sido eterno, porque fue roto por el llamado insistente de su madre.
- ¡Alcira, Alciraaaaa!
Altagracia, su madre, salió al portillo, y se quedó viendo de arriba a abajo al Hugo, y lo hizo temblar, porque sólo una mamma sabe mirar así. Se sacudió las manos llenas de harina en el delantal, bufó y se dio media vuelta. Alcira le regaló una última mirada al Hugo, bajo sus largas y hermosas pestañas, y entró tras la mamma, a la casa de sus padres. Comprendió entonces, al trenzarse el cabello rubio antes de acostarse, la premura de sus hermanas por escoger el vestido, empolvarse las mejillas, o perfumarse el camafeo. Se sonrió, sola, pensando en el muchacho de la mirada profunda, y quién sabe qué soñaría esa noche, la muchacha del lunar junto a la boca...
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