Una vez, hace muchos años ya, soñé un beso. Un sueño siguió al otro. Hasta que aquel beso se hizo realidad bajo una Luna Llena. Y no fue uno, fueron muchos, porque antes de ser un beso, ya se había convertido en una obsesión. Esta vez no se trata sólo de un beso. Se trata de su perfume, su piel, sus manos, sus brazos, su abdomen, rozando con el mío al mismo compás. Ya alcanzó a ser una obsesión. Aún no es una realidad. No lo es porque no lo permití. No me lo permiten mis propias reglas. Y es cuando el deseo se burla de mi. Porque cuando las luces se apagan, me asalta el recuerdo de su voz, gimiendo al otro lado del teléfono. Me descubro sonriendo mientras viajo en el autobús, o deseando encontrármelo en la parada. Verlo con tanta frecuencia es un suplicio, porque ya no se trata del juego del que fuimos cómplices, sino de evitarse, de fingir que no pasa nada. Y cuando llego al lavabo tengo que empaparme con agua fría para apagar el fuego. Me gusta pensar que dejará de ser una...